Cuento a partir de un secreto

Tomar otro de los secretos anotados, contar un cuento en el cual el secreto aparezca (todo o en parte), el narrador es un personaje lateral, no protagonista de la historia. Incluir del DIARIO: un diálogo, un objeto extraño y otra anotación. 


Jardín de Flores Marchitas

Cuando comencé a atender a Oscar ya me había recibido hacía 10 años de la Facultad de Psicología de la UBA. Mi formación había sido compleja. Mi obsesión, la cual en cierto modo me había llevado a iniciarme en psicología, se había vuelto mi tortura diaria, una insistencia metodológica por comprender y analizar cada texto y cada párrafo que me fuese presentado. Esta obsesión fue mi yugo, el peso en mi espalda durante años. Con cada paciente que supe atender, con cada uno de ellos pude desarrollar y satisfacer cada uno de los apetitos de disciplina que reclamaban las voces internas de mi personalidad obsesiva.

De este rigor metodológico que guiaba mi vida, siempre supe que dejar fluir mis emociones, involucrarme emocionalmente con mis pacientes, estaba determinantemente prohibido y constituía una falta a todos los valores que consideraba que regían mi disciplina. Poder tener esta habilidad disociativa para con el vínculo con cada una de las personas que venían a sentarse frente a mí en el sillón gris de mi consultorio me fascinaba; poder calmar las ansias de mi conciencia y saber que, en efecto, por lo menos desde una aparente objetividad podía tener el control sobre aquello que parecía el desorden mental total contenía y satisfacía mi obsesión rabiosa.

Oscar derrumbó cada una de las columnas que sostenían la perfecta estructura mental de disciplina que había construido a través de los años.

Se presentó un martes. Era un hombre canoso, con marcadas arrugas en la piel como surcos entre la piel seca y curtida por el sol. Me comentó que ya había agendado con mi secretaria una sesión previamente.

Durante la hora de la sesión fue algo rígido -aunque lo suficientemente flexible para permitir que otro hombre pueda psicoanalizarlo-. Comenzó a relatarme, de forma pausada y dificultosa, que había podido leer algo de las prácticas psicoanalíticas por mera casualidad, y que un poco también sabía por conocimiento general, y que sabía que “nosotros” solucionamos los conflictos de los hijos con sus padres. Tuve que demostrar una leve sonrisa que rápidamente suprimí.

A lo largo del tiempo y las sesiones renacía en sus expresiones conscientes o inconscientes un hecho particular al cual todos sus problemas parecían anclar: a su madre le habían disparado de manera accidental en la cabeza, cuando dos ladrones habían salido de robar un banco. La noticia parecía haber sido muy conocida en todos los medios de aquel entonces.

Él no lo había presenciado, de hecho era tan solo un niño cuando ocurrió. Un niño que iba a la escuela y que se encontraba en su último año de primaria. Supongo que fue por el momento en que murió que se tardó tanto tiempo hasta que su familia pudo confirmar su muerte y llorarla. Fueron horas después de la muerte que toda la familia supo lo que había sucedido con mamá Rosa. Los hijos de Rosa solo se tenían a ellos, y ese encierro generó un remolino emocional que se encargó de desordenar y trastocar cada una de sus mentes de distintas maneras.

Oscar me contaba que el remolino desató la locura en todas sus hermanas, siete mujeres, cada una en su bella pero histérica locura, mujeres solas que en su falta de conciencia en el espacio que ocupaban llevaron vidas despojadas de todo prejuicio propio y tercero. Tanto en las siete hermanas como en Oscar se sublimaba una melancolía absoluta que a veces desbordaba y producía colapsos grupales en la familia, locuras encadenadas que, como una ola, iniciaban en una y continuaban en la inestabilidad de la otra.

Seguir las sesiones de Oscar era como continuar la descripción de una obra teatral demasiado absurda incluso para el arte. Una hora de sesión de pura introspección, monólogo exorcizante de todos los demonios familiares, asociación como cadena interminable que salía de su cabeza a sus palabras y me chocaban de frente. Todo esto me dejaba embriagado de mi propia profesión, hipnotizado por la crudeza de lo que se escuchaba. La emoción me desbordaba cada vez que se acercaba el martes y podía gozar de una hora de clase magistral sobre la mente de un hombre angustiado que desplegaba en el lapso de 50 minutos su experiencia y las de siete personas extraordinariamente singulares. Mi rigurosidad profesional así se declaraba totalmente corrompida, no me molestaba, mi obsesión se encontraba ya en otra arena, desplazada a una única persona, y ese era Oscar. Mi obsesión era saber más, la necesidad de adentrarme cada vez más profundo en sus recuerdos, en su mente, pero al mismo tiempo temeroso de que nunca acabe. Me obsesionaba que con mi quietud absoluta -salvo por algunas interrupciones y comentarios aislados- podía escuchar cómo su vida vivida pasaba por él y plantaba una semilla en su mente que florecía en flores marchitas que yo podía regar y apreciar. Yo abría la puerta de ese jardín, cuyo pasto crecía amarillento, donde la tierra se secaba y los girasoles bajaban su cabeza antes de poder ver el sol.


Oscar falleció, irónicamente, un martes, y como fue con su madre, sus siete hermanas se enteraron un tiempo después. En una llamada, una de ellas, Ofelia —artista maldita— me contó que “le agarró un ataque” y se murió. Entendí que ya estaba grande y era normal. Lo que no era normal era el vacío de ver inconclusas y frustradas mis ganas de simplemente saber más.

No tuve más que involucrarme en la vida de la familia de Oscar, de la vida de las siete locas cuyo jardín tampoco floreció muy brillante y espléndido, pero sí creaban una flora extraordinaria que yo me empeñaba en cultivar y analizar como un botánico en espacios desconocidos.

Poco a poco, en las charlas que fuimos intercambiando -solo en motivo de dar cuenta sobre aspectos de la muerte de su hermano: su funeral, el cambio de fecha del mismo, cómo se encontraban ellas, también sus hijos- fui generando un vínculo que me permitía todavía estar en la mente de Oscar, en los actores de sus recuerdos ahora encarnados y actuantes en mi realidad.

Comencé a compartir algunos almuerzos. Creo que apreciaban que yo haya sido el psicólogo de su hermano. A veces a uno lo ven profesional y lo santifican, no saben que a veces somos incluso más brutos que aquellos que no han terminado ni siquiera el colegio primario.

Cada vez que los visitaba miraba sus espacios en busca de indicios que me permitieran desarrollar la historia de vida de Oscar y de esa familia. La que era su casa era humilde, y notaba la sobriedad en su decoración, eso sí, había fotos de toda la familia: los hijos de sus hermanas, sus abuelos, sus tatarabuelos, tías segundas, primos lejanos. Ninguna foto de su madre.

—Qué raro que no haya ninguna foto de Rosa por aquí —dije inocentemente una de aquellas tardes que pasaba para visitar.

Pronto Susana, una de las hermanas, me encajó un budín de mandarina en la boca y cambió de tema.

Llegué a sentirme muy cercano a ellas. Seguía obsesionándome con sus mentes. Todas locamente artistas o simplemente locamente locas. Rosa -que se llamaba como su madre- era paracaidista, Ofelia ceramista (supe luego que murió intoxicada por el horno de cerámica en su hogar), Iris era artesana, nunca se sabía en qué andaba, llegó a hacer ropa, collares y aritos, incluso coleccionar monedas viejas y producir arte a partir de ellas. María trabajaba en las villas siendo maestra; de ella supe también, no sé muy bien por qué, que un día le tiraron la cabeza de un animal sobre un auto, y la insultaron en una carta que nombraba a su madre. Me lo había comentado oscar en una sesión:

—¿Sabias que a María le tiraron la cabeza de un chancho degollado encima de un auto? Un Fitito viejo…

No pude evitar fruncir el ceño, sorprendido por la crudeza del relato.

—¿Y cómo reaccionó ella? —le pregunté.

—No sé —dijo Oscar con un suspiro

Esa casa donde vivían algunas de ellas era un incógnito. ¿Dónde estaban las cosas de su madre Marta? Revolvía sin parar cada vez que tenía la oportunidad. No era falta de respeto, era pasión investigativa. Una vez, mientras Iris me hacía un café en la cocina, yo estaba en la habitación que era de Oscar, a tan solo un pasillo y una puerta de distancia, no quería que me descubrieran pero tampoco tenía muchos momentos a solas como para revolver e intentar dar con algo, lo mínimo que me indicara qué era lo que hacía su muerte un tabú tan grande, qué había pasado, por qué todos fingían que no había sucedido y callaban hasta incluso separando sus cosas. Era imposible que todos los objetos de una mujer, toda su vida material haya simplemente desaparecido. En la situación más vergonzante, Iris me encontró, de cuclillas, revisando una húmeda caja de cartón marrón con cartas y monedas viejas. Me miró con furia y luego con pena, luego con desilusión. Le conté exactamente lo que hacía. Nos sentamos en la mesa del living bajo la tenue luz cálida que alumbraba tan solo la mesa central, olvidando todo lo demás. Le conté de Oscar, lo que era su figura para mí, lo que eran ellas, lo que era el psicoanálisis y lo que era la incertidumbre alrededor de todo eso y la figura de Marta.

Iris metió su mano en el bolsillo mientras yo, como un niño inmaduro por lo bajo, pedía perdón. Zamarreó un poco el bolsillo de su delantal y sacó lo que parecía moneda. Estaba poco pulida y era opaca. Era en verdad un prendedor; le pasó la mano y le sacó la tierra suavemente. Brilló en él lo que parecía ser el rostro de un hombre de costado, con una mandíbula marcada y la seriedad de un perfil que jamás había visto. Detrás, lo que parecía ser una estrella roja.

—Este prendedor es lo único que guardamos de la abuela -me dijo cabizbaja-. A mamá no la mataron en el robo al banco, la mató la Triple A.

Los silencios y las locuras cobraron sentido.


  • El prendedor es un objeto que me tope en la feria de San Telmo un Lunes recorriendo la plaza.

  • El diálogo del animal degollado es una conversación verdadera entre mi abuelo y mi mamá. 

  • La idea sobre un psicólogo obsesivo que busca indagar en la vida de su paciente, volcando la obsesión en su profesión ahora en la vida particular del consultante, la tenía anotada en mi libreta hace ya unas semanas.

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