Línea del tiempo 1.
Hacer 2 líneas del tiempo: En la primera anotar 10 momentos o situaciones vinculadas con la escritura propia, la lectura propia y su relación con medios de comunicación (buscar momentos en donde haya algún tipo de descubrimiento o asombro). Desarrollar (por lo menos 15 líneas) 5 de las mismas.
Recuerdo puntualmente las noches escuchando la radio con mi mamá y como nos unía ese momento
La primera vez que me interesó un libro, que conecte realmente con él fue en una plaza cerca de donde estaban por operar a mi abuelo.
Estábamos acostadas bajo el sol con mi mama -y encima era invierno así que recuerdo que disfrutamos mucho ese momento tiradas en el pasto-, y una señora pasó contandonos que estaba regalando libros, que su hija se mudaba porque se iba a estudiar a La Plata y que ya tenía la biblioteca demasiado llena como para dejar sus libros allí. Mi mamá agarró uno de los libros y me dijo que mi abuelo, como podía, le leía ese cuando era chica.
Me leyó “La gallina degollada” de Horacio Quiroga.
- La primera vez que intente escribir algo por mi cuenta estuve semanas obsesionada con ello. Era una tarea de Lengua del colegio y sentía que no lo podía soltar, que siempre podía seguir mejorando, encontrar palabras más exactas para lo que quería decir. Estuve entreverada días en un juego de correcciones infinitas quejándome sobre la tarea todos los días que me tomo este cansado trabajo. Después me di cuenta que había encontrado cierto placer en la dificultad de transfigurar lo que aparecía de un modo difuso en mi mente a un papel, y que esa tarea nunca iba a acabar.
La primera vez que leí voluntariamente un texto en público fue en un acto del 24 de Marzo. Tenía 15 años y había encontrado un poema: “Bajo la lluvia ajena” de Juan Gelman. Cuando lo leí sentí que los demás también debían escucharlo.
La primera vez que fui a ver una obra de teatro en la que actuaba mi amigo Guido. Recuerdo que actuaba en un teatro independiente en Temperley en una obra que se llamaba “Pasionaria”, sobre las historias de mujeres que esperaban a sus hijos, hermanos y novios en la guerra de Malvinas. Fue la primera vez que había sentido que podía gustarme tanto el teatro. Recuerdo llorar y sentirme boba por ello, pero había algo tan íntimo que me sensibilizo sumamente.
Con mis amigos habíamos ahorrado para entre todos comprarle el libro de poemas de Pizarnik a mi otro amigo Marcos. Faltaba poco para su cumpleaños y juntamos el poco dinero que teníamos cada uno para ir a una librería sobre la calle Laprida y comprarlo. Hace meses que él hablaba de ese libro pero no podía siquiera imaginar comprarselo
Pocas veces vi a alguien tan emocionado por un regalo. Sentí lo mucho que significaba la escritura en la vida de mi amigo y tome dimensión de lo salvador que podía llegar a ser.
Le presté un libro a Cecilia, mi profesora de Comunicación, Cultura y Sociedad de quinto año. Había mencionado a Angela Davis en una clase y le conté que yo tenía uno de sus libros: Mujeres, raza y clase. Me preguntó si podía prestárselo, y a cambio ella me ofreció uno de Foucault, con la condición de que, si surgía alguna duda al leerlo, podía hablarlo con ella.
A partir de ese primer intercambio de libros, empecé a charlar con ella todos los días después del colegio. Con el tiempo, construimos un vínculo muy especial, incluso llegué a conocer a su familia. Todo comenzó con ese gesto simple: compartir lecturas.
La primera vez que leí Anhelos, un diario que habían comenzado algunos alumnos de mi colegio -donde también escribían compañeros y profesores-, me sorprendió. La primera columna hablaba sobre “La división perdida”: los alumnos desaparecidos de nuestra escuela.
A través de esas páginas, pude leer lo que tenían para decir mis compañeros y docentes, más allá del esquema habitual de la clase. Anhelos me permitió conocerlos desde otro lugar y entender, de forma cercana, cómo ponían en palabras aquello que nos afectaba directamente, pero que muchas veces nos llegaba filtrado por la frialdad de medios que no terminaban de “hablarnos”.
1. Creo que, si tuviera que hacer el trabajo introspectivo de interiorizarme en aquellos recuerdos que han marcado hoy mi relación con la comunicación, tendría que remitirme, indudablemente, a mi niñez. Más específicamente, a mi niñez y al vínculo con mi madre.
Si midiera el peso de mis recuerdos por el grado de intensidad de emoción que estos evocaron en mí este sería, sin dudas, el más relevante. Es el recuerdo que, cada vez que hago el esfuerzo mental por traerlo a mi presente, por intentar extraer incluso aquello que intuyo que queda divagando en alguna etapa inconsciente, me obliga a volver a sentir cosas nuevas todo el tiempo.
El vínculo con mi madre, a lo largo del tiempo, siempre estuvo atravesado por un mismo elemento que nos cruzaba a las dos: la radio.
Todavía tengo los recuerdos vívidos de escucharla con ella, pero, principalmente, recuerdo todo el ritual que implicaba escuchar juntas los programas, que, a partir de cierto horario, tomaban un tono más serio, más reflexivo. Tengo muy presente cómo ese siempre era nuestro momento, por la noche. Siempre estábamos solas, con todas las luces apagadas, y quedaba apenas una pequeña lámpara LED encendida, cálida, que alumbraba lo justo y necesario para que ella pudiera ver mientras nos cebaba unos mates.
Eran los rituales de dos sonámbulas, los días de semana a las doce de la noche (yo, seguramente, a causa de ella). Recuerdo que este constituía, inicialmente, su ritual particular, pero había algo que siempre me llamaba a participar. Recuerdo la voz del conductor, el sentimiento de admiración que sentía. Tenía una voz gruesa y clara. Él era siempre el mismo. Me acuerdo de que debía imaginar su rostro. Lo escuchaba todas las noches junto a mi madre. Se presentaba en nuestro silencio de madrugada, en nuestra más fuerte intimidad familiar, y, sin embargo, no sabía nada de esa persona más que lo que decía. Y eso me era suficiente.
Pero aún más me impresionaba la forma en la que articulaba las palabras. Me parecía extraordinario que fuera tan claro, que pudiera decir cosas de una manera que yo sentía que jamás podría. Hablaba, y yo sentía que todo lo que se decía significaba con una profundidad tan inmensa, que recuerdo pensar que no había escuchado a nadie que, siendo solo una voz, pudiera tocarme tan dentro mío. Era como jugar con las palabras de una manera en la que, juntas, parecían bailar sincronizadamente. A veces formaba oraciones con palabras que nunca había imaginado que podían ir juntas. Creo que ahí descubrí que las palabras podían ser bellas.
Recuerdo que era algo específico de la noche, así que debía esperarlo, porque de día ya cobraba otra forma, y encima perdía toda intimidad. De noche, no se escuchaba ni el sonido de una mosca, salvo el único objeto que emitía sonido: la radio. Había cierto acuerdo entre mi mamá y yo, un pacto inconsciente de que no hablábamos más que para avisar que una le pasaba el mate a la otra, bajo la tenue luz de la cocina. Usualmente, mi mamá se sentaba al lado de la mesada, en una silla, y apoyaba con la mano la pava en la hornalla, sacándola de vez en cuando para que no hirviera.
Este es uno de los recuerdos más lindos que tengo de mi madre. No hablábamos, pero compartimos mucho. Y compartimos a través de la radio.
2. Cuando todavía estábamos en la secundaria, un amigo mío, Guido, me comentó que iba a actuar en una obra de teatro llamada “Pasionaria” y que seguramente me iba a gustar. Se lo contó también a otros compañeros, así que un día, después del colegio, nos organizamos y fuimos juntos al Teatro de Las Nobles Bestias, donde él actuaba. Recuerdo que nunca había ido a ver una obra de teatro por decisión propia. Siempre lo había asociado con producciones grandes, generalmente cómicas, que me resultaban vacías, como si no tuvieran nada profundo para contar. Me parecía que solo funcionaban como una distracción ocasional para gente mayor, y sin mucho sentido.
Pero al entrar a ese teatro, sentí algo completamente distinto. El lugar era pequeño, íntimo, y la cercanía entre los actores y el público, no eran más de veinte personas, me sorprendió. Fue la primera vez que fui a ver una obra para apoyar a un amigo, y también la primera vez que lloré en una función.
Me impresionó el lugar, la iluminación tenue, la forma en que resaltaba los gestos de los actores, que eran personas comunes, vecinos y vecinas que en lo cotidiano podrían pasar desapercibidos, pero que ahí desplegaban un talento inmenso. Me sentí muy cercana a ellos. Una vez más, como en el recuerdo con mi mamá y la radio, sentí que la forma de decir las cosas, el tono, cómo acomodaban las palabras para que “bailen sincronizadamente”, era lo que más lograba emocionarme.
3. Mi amigo Marcos fue de los primeros de mi edad en mostrarme lo que era amar la literatura. Recuerdo que leía muchísimo, sobre todo a Cortázar. Teníamos un acuerdo casi tácito: él me contaba lo que empezaba a leer, y yo le compartía mis lecturas. Nuestra dinámica no era del todo equilibrada -yo solía inclinarme por libros de Ciencias Sociales, él generalmente por la poesía-, pero eso no impedía que me interesara profundamente por ese universo que él habitaba.
Para uno de sus cumpleaños, todos sus amigos nos complotamos para juntar dinero y regalarle el libro de poesía de Alejandra Pizarnik. Era una edición carísima, imposible de conseguir para él en ese momento (y para nosotros un poco también). Jamás lo vi tan feliz como cuando desenvolvió el regalo que llevaba meses esperando. Creo que lo recuerdo tan vívidamente porque me conmovió comprobar cómo en un objeto tan pequeño como un libro podían habitar tantas emociones, tanta espera, tanto deseo.
Marcos atravesaba por entonces uno de sus momentos más difíciles economicamente. Me contaba que encontraba un refugio inquebrantable en lo que escribía y leía.
Hoy estudia el profesorado de Literatura. Tal vez porque siempre supo -y me lo enseñó en ese momento- que entre las palabras se podía vivir, pensar algo distinto, incluso cuando todo lo demás faltaba.
4. La primera vez que escuché qué era “Anhelos” fue por parte de una profesora. Recuerdo que me dio una de las copias que se publicaban todas las semanas. Escribían un montón de personas que yo conocía: mis compañeros, profesores, exalumnos.
Sentí una cercanía inmensa con lo que escribían. No solo por cómo lo hacían ni por quiénes eran, sino también porque abordaban cuestiones que nos atravesaban a todos desde una mirada verdaderamente cercana. No lo hacían desde la frialdad lejana de quien escribe desde afuera, sino con la pasión y el compromiso de quien tiene dentro algo que quema dentro suyo y necesita ser expulsado, algo que reclamaba ser dicho.
Eso que exigía ser dicho era el clima espeso que se vivía en ese momento: a mi amigo Laucha lo habían perseguido hacía unos meses dos policías por estar tomando un Fernet cerca de la estacion de Banfield. Se refugió en el colegio, pero los policías lo siguieron hacia adentro. Armados, empezaron a correrlo por todos lados hasta que lograron reducirlo -casi en un sentido literal, lo cazaron- y lo tiraron al piso. Los demás simplemente nos encontrábamos allí, como si lo que estuviera siendo presenciando en aquel momento constituyera una escena de alguna película de ficción. Perplejos por encontrarnos por primera vez en nuestra vida por fuera de la contención de nuestro hogar, con un hecho que nos era completamente ajeno hasta entonces, con aquello que constituía el terreno de lo impensado y que sin embargo, sucedía en un aquí y un ahora profundamente real.
La policía forcejeó con algunos de mis profesores, y antes de que lo atraparan, la directora había intentado esconderlo en su oficina. Recuerdo los gritos ensordecedores que se escuchaban mientras todo sucedía. Y en los días posteriores, las amenazas silenciosas: cómo los patrulleros pasaban muy despacio, casi pegados al cordón, cuando estábamos con mis amigos en la calle. ¿Cómo no hablar, cómo no escribir, cómo no decir algo cuando ya no se puede disociar la consciencia de una verdad tan real, tan fuerte y tangible como un golpe? Se nos había impuesto una realidad tan evidente que no permitía apelar a la inconsciencia. Era un cuerpo omnipresente que se manifestaba en todos lados, en cada momento que compartíamos. Ya no se podía preguntar por el clima ni por lo que pensábamos cenar a la noche. Sentíamos que nuestras presencias ameritaban discusión. Discusiones que se plasmaban en todos los ámbitos: en carteles, en pinturas en los baños, en canciones, en “Anhelos".
Todos vimos esa escena, y ahora estábamos viviendo el juicio. En ese contexto, no había lugar para el silencio. Callarse era como apagarse. Nadie podía expresar lo que esos chicos ni esos profesores tenían para decir.
Yo sentía que tenía que involucrarme, que debía escribir, pero también que necesitaba ver lo que los demás tenían para decir. Y además, me encantaba poder tenerlo en físico, verlo impreso, acompañado por las ilustraciones que hacía mi amiga Quimey. Creo que esa fue la primera vez que sentí un verdadero involucramiento con la escritura, por un “tener que decir”.
5. La primera vez que me interesó un libro, que conecté realmente con él, fue en una plaza cerca de donde estaban por operar a mi abuelo.
Estábamos recostadas sobre el pasto con mi mamá -y encima era invierno, así que recuerdo que disfrutamos mucho ese momento bajo los últimos rayos de sol en el atardecer-, y una señora pasó contándonos que estaba regalando libros, que su hija se mudaba porque se iba a estudiar a La Plata y que ya tenía la biblioteca demasiado llena como para dejar sus libros allí.
Mi mamá tomó uno de los libros y me dijo que mi abuelo, como podía, le leía ese cuando era chica.
Me leyó La gallina degollada, de Horacio Quiroga.
Puedo recordar la angustia que sentía en cada momento que pasaba mientras mi mamá me leía el cuento, casi que contradecía la calidez que nos daba el sol en aquella plaza. Sentía desesperación por la situación que se contaba, porque me parecía casi obsceno, demasiado tabú. describía a los “retardados” de una manera demasiado exacta, tanto que los veía retratados en mi mente, casi que podía verlos. A medida que mi madre avanzaba con cada una de sus palabras, se desplegaba mi capacidad imaginativa, que les daba cuerpo, movimiento, gesto.
Cada vez que progresaba en la lectura, más me atrapaban aquellas descripciones; me imaginaba siendo la chica, me imaginaba culpable por pensar en aquellos chicos.
Recuerdo terminar y exigir que quería más. No entendía que la lógica indicaba que en algún momento debía terminar.
Sentí que por primera vez tenía contacto con una lectura que desafiaba mis propias limitaciones, mis propias creencias sobre lo que “debía escribirse”. Sospecho que fue en ese momento que se desencadenó en mí un interés inmenso por dilucidar esta extraña relación que se forma en la búsqueda constante del placer de la lectura, y lo que parecería incluso hasta contradictorio de indagar en estos textos que, incomodándonos, nos llevan a satisfacer ciertos placeres.
Hoy en día, eso me permitió pensar mucho sobre esta cuestión. Considero que relatos así presentados nos permiten experimentar emociones en las que nuestro cuerpo no suele incurrir.
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